—¡Eh! —protesté.
—¿Qué carajo quiere decir eso de «eh»?
—No fumes en el coche.
—Es mi coche.
—Como fumador pasivo, mi salud peligra.
Louis se atragantó con una bocanada de humo antes de enarcar en dirección hacia mí una ceja
cuidadosamente depilada.
—Te han dado palizas, te han disparado dos veces, te han ahogado, electrocutado, congelado,
inyectado venenos, un viejo que todo el mundo daba por muerto te ha saltado tres dientes de una
patada, ¿y ahora te preocupa ser fumador pasivo? Ser fumador pasivo no es un peligro para tu salud.
Tú mismo eres un peligro para tu salud.
Dicho esto, volvió a concentrar la atención en la carretera.
Le dejé fumar el puro en paz.
Al fin y al cabo, no le faltaba razón.
Mercier se levantó, y su ancho cuerpo tapó la luz del sol. Ya no veía el insecto. Me pregunté cómo habría reaccionado al desaparecer la luz. Supuse que se lo había tomado con filosofía, que es uno de los gajes de ser insecto: uno tiene que tomárselo casi todo con filosofía, hasta que algo más grande lo aplasta o lo devora y el asunto pasa a ser intrascendente.
Ángel era un ladrón de casas, y muy bueno, aunque, en la actualidad, oficialmente «descansaba» gracias a las rentas conjuntas que él y Louis obtenían. La presente situación profesional de Louis era más turbia: mataba a personas por dinero, o eso hacía antes. Ahora mataba a personas a veces, pero no le preocupaba tanto el dinero como el imperativo moral que exigía esas muertes. A manos de Louis morían malas personas, y acaso el mundo estuviera mejor sin ellas. Conceptos como moralidad y justicia adquirían un sentido un tanto complicado por lo que a Louis se refería.
La Brigada de Homicidios de Manhattan Norte, con oficinas en el número 120 de la calle Ciento Diecinueve Este, se considera un grupo de élite dentro del Departamento de Policía de Nueva York. Todos los miembros han servido durante años como inspectores de distrito antes de pasar a Homicidios tras una rigurosa selección. Son inspectores experimentados y sus insignias de oro llevan los distintivos de una larga vida en activo. Los miembros más jóvenes tienen probablemente veinte años de trabajo a sus espaldas; los más veteranos están desde hace tanto tiempo que ciertos comentarios jocosos se han pegado a ellos como lapas a las proas de barcos viejos. Como solía decir Michael Lansky, que era inspector jefe en la brigada cuando yo era un agente novato: «Cuando entré en Homicidios, el mar Muerto sólo estaba enfermo».
Todos llevamos dentro recursos oscuros, un depósito de dolor y rabia al que echar mano cuando surge la necesidad. La mayoría de nosotros no nos vemos obligados nunca, o casi nunca, a hurgar demasiado hondo en él. Así debería ser, porque recurrir a él tiene un coste, y uno pierde un poco de sí mismo en cada ocasión, una parte de aquello que uno tiene de bueno, honorable y honrado.
Una advertencia: no se entrometa en los asuntos de esos jodidos judíos. Quizá las cosas ya no son como en los tiempos de Bugsy Siegel, pero esa gente sabe lo que es guardar rencor. ¿Le parecen malos los jodidos sicilianos? Pues los judíos tienen miles de años de experiencia en cuestiones de rencor. Son al rencor lo que los chinos a la pólvora. Ese jodido pueblo inventó el rencor, y disculpe mi vocabulario.
Mercier se levantó, y su ancho cuerpo tapó la luz del sol. Ya no veía el insecto. Me pregunté cómo habría reaccionado al desaparecer la luz. Supuse que se lo había tomado con filosofía, que es uno de los gajes de ser insecto: uno tiene que tomárselo casi todo con filosofía, hasta que algo más grande lo aplasta o lo devora y el asunto pasa a ser intrascendente.
Ángel era un ladrón de casas, y muy bueno, aunque, en la actualidad, oficialmente «descansaba» gracias a las rentas conjuntas que él y Louis obtenían. La presente situación profesional de Louis era más turbia: mataba a personas por dinero, o eso hacía antes. Ahora mataba a personas a veces, pero no le preocupaba tanto el dinero como el imperativo moral que exigía esas muertes. A manos de Louis morían malas personas, y acaso el mundo estuviera mejor sin ellas. Conceptos como moralidad y justicia adquirían un sentido un tanto complicado por lo que a Louis se refería.
La Brigada de Homicidios de Manhattan Norte, con oficinas en el número 120 de la calle Ciento Diecinueve Este, se considera un grupo de élite dentro del Departamento de Policía de Nueva York. Todos los miembros han servido durante años como inspectores de distrito antes de pasar a Homicidios tras una rigurosa selección. Son inspectores experimentados y sus insignias de oro llevan los distintivos de una larga vida en activo. Los miembros más jóvenes tienen probablemente veinte años de trabajo a sus espaldas; los más veteranos están desde hace tanto tiempo que ciertos comentarios jocosos se han pegado a ellos como lapas a las proas de barcos viejos. Como solía decir Michael Lansky, que era inspector jefe en la brigada cuando yo era un agente novato: «Cuando entré en Homicidios, el mar Muerto sólo estaba enfermo».
Todos llevamos dentro recursos oscuros, un depósito de dolor y rabia al que echar mano cuando surge la necesidad. La mayoría de nosotros no nos vemos obligados nunca, o casi nunca, a hurgar demasiado hondo en él. Así debería ser, porque recurrir a él tiene un coste, y uno pierde un poco de sí mismo en cada ocasión, una parte de aquello que uno tiene de bueno, honorable y honrado.
Una advertencia: no se entrometa en los asuntos de esos jodidos judíos. Quizá las cosas ya no son como en los tiempos de Bugsy Siegel, pero esa gente sabe lo que es guardar rencor. ¿Le parecen malos los jodidos sicilianos? Pues los judíos tienen miles de años de experiencia en cuestiones de rencor. Son al rencor lo que los chinos a la pólvora. Ese jodido pueblo inventó el rencor, y disculpe mi vocabulario.
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